Un 19 de mayo de 1895, cayó en combate, José Julián Martí y Pérez, Apóstol de nuestra independencia. De nada le valió a los cubanos concentrarse bajo el mando del Generalísimo Máximo Gómez para intentar su rescate, pues el enemigo se les adelantó. Fue esa triste noche, según leí en una de las mejores biografías martiana escritas, la de Jorge Mañach, que “alguien acuñó ya, para la posteridad, un título venerador: Apóstol.”
La tropa triunfante del coronel español Ximenez de Sandoval se dirigió a marcha forzada hacia Remanganaguas, pero un torrencial aguacero los obligó a acampar y “el cuerpo de Martí fue bajado de la acémila del práctico y dejado toda la noche bajo el cielo negro.”
Su cadáver fue primero enterrado la tarde siguiente sin ataúd en el cementerio de Remanganaguas, provincia de Oriente, y para colmo encima le pusieron el cuerpo exánime de un sargento del ejército español. Cuatro días después, cuando las autoridades españolas se convencieron de la importancia de la jerarquía del Jefe insurrecto, determinaron que debían trasladarlo hacia Santiago de Cuba. Mañach relata que desde un principio que el práctico Oliva lo vio sabían quien era, por los papeles que llevaba “bajo la azul chamarreta ensangrentada”, y lo confirmaron cuando lo reconoció un capitán que supuestamente lo había visto unos meses atrás en República Dominicana, pero la orden tuvo que venir de la jefatura de Santiago. “Mal embalsamado, en un ataud hecho de cajones y colocado sobre unas parihuelas, el cuerpo de Martí llegó a Santiago de Cuba el 27 de mayo.” En unos recortes de la revista Bohemia que me enviaron de Cuba en la década de 1980, decía que llegaron el 26 de mayo a las 6 de la tarde, para darle sepultura al otro día en el nicho 134 de la Galería Sur, de la necrópolis de Santa Ifigenia.
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